Los Ángeles, ca
El líder de Nirvana a los 27 años escribió con sangre su nombre en la historia del rock.
Cronista de la desilusión, pionero del grunge, inconforme inquebrantable, hijo de la disfuncionalidad familiar y último gran rockstar del Siglo XX, Kurt Cobain prefirió escribir con sangre sus últimos días -como bien lo sentenciara otro rebelde de la música, Neil Young- “es mejor arder que apagarse lentamente” y hace 20 años, la mañana del 5 de abril de 1994, terminó con su existencia física a punta de plomo con una escopeta tras fugarse a su casa en Seattle.
Parafraseando la clásica canción de Pink Floyd, Cobain se encontraba anímicamente “cómodamente insensible” (Comfortably Numb), el peor de los momentos para un ser atormentado por todo y por todos.
Así que recurrió a jalar del gatillo y terminar de una vez por todas con una vida que, sin duda, no lo satisfacía, ni aún con la presencia de su pequeña hija Frances Bean, entonces de un año y ocho meses de vida.
Él se forjó una carrera y también se encargó de destruirla, al dejar huérfana a su banda Nirvana.
Tras la noticia de su deceso, tres días después al ser encontrado su cuerpo con una carta de despedida el 8 de abril, la Generación X perdía a su juglar y gran ídolo musical, que escribió con sangre su nombre en la historia del rock.
Aunque a final de cuentas para algunos sicólogos, el suicida no se quita la vida, sino busca otra vida.
“Paz, amor y empatía”, puso antes de su firma. Y a continuación se despidió de su mujer y su hija: “Frances y Courtney, estaré en su altar. Por favor, Courtney, sigue adelante. Por Frances, por su vida, que será mucho más feliz sin mí. ¡Las quiero! ¡Las quiero!”, escribió Cobain para luego detonar contra su cabeza el arma de fuego.
En el Lado B de In Utero, su tercer y último disco en estudio, sin saberlo escribiría lo que podría ser su sentencia de muerte o un aviso de un inminente viaje al “más allá”, en el tema I Hate Myself And Want To Die (Me odio y quiero morir).
De su muerte su ha culpado a su inefable viuda, Courtney Love, a las drogas y hasta al mismo éxito de Nirvana a raíz de su emblemático segundo álbum, Nevermind (1991), al cual, por cierto, la disquera de David Geffen invirtió 135 mil dólares en la producción con una expectativa de ventas de tan sólo 250 mil copias y a la fecha ya supera las 30 millones de unidades a escala global.
La muerte del rubio iconoclasta y nihilista dejaba muda a toda una generación que en él vio a una suerte de Mesías musical que ingresó vía fast track al fatídico club de los 27 donde ya lo esperaban Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison.