Sin embargo, en México, esa conciencia es desigual.
La centralización del poder político, económico y cultural, con una fuerte hegemonía de la capital, ha generado una desarticulación física y de comunicación entre las diversas regiones del país. A esto se suma la injusticia social imperante, que concentra los recursos en pocos individuos, dejando a la mayoría en la marginalidad.
La diversidad étnico-cultural, con una falta de un medio vincular que amalgame las diferentes tradiciones, también juega un papel importante en la construcción de una identidad nacional sólida. Esta situación ha llevado a la confusión de identidad, donde algunos ensalzan lo indígena mientras otros veneran lo español, polarizando la mexicanidad.
A pesar de esta complejidad, el mexicano, en un primer momento, se identifica como tal sin discriminación. Pero en un segundo momento, surge la distinción regional: "del norte", "del sureste", "de Veracruz", etc. Esta fragmentación se refleja también en la lengua, donde no hay una unificación léxica ni semántica.
La búsqueda de la modernidad, a veces, lleva a la imitación de modelos extranjeros, dejando de lado la riqueza cultural propia. Este proceso, además de generar conflictos y anomia, provoca una devaloración de la identidad mexicana.
La educación, en este contexto, juega un papel fundamental. Es necesario que la educación, tanto formal como informal, se percate de la crisis de identidad nacional y estructure un proceso formativo que permita la canalización positiva de las facultades constructoras de los mexicanos, rescatando, promoviendo y difundiendo las tradiciones, fomentando la autorreflexión y haciendo conciencia del compromiso social de cada individuo.