Estados Unidos, en particular, ha protagonizado una revolución energética. El año 2000 marcó un punto de inflexión, con una producción de petróleo de yacimientos no convencionales de apenas 0.32 millones de barriles diarios (mmbd), representando solo el 5.5% del total nacional. Esta cifra, aparentemente insignificante, esconde el potencial de una técnica que transformaría la balanza energética global: el fracking.
El avance del fracking, o fracturación hidráulica, ha sido exponencial. Para 2023, la producción de petróleo en yacimientos no convencionales en Estados Unidos se disparó a 8.47 mmbd, contribuyendo con un impresionante 65.5% del total. La historia se repite con el gas natural: de un 4.2% de participación en el 2000 (2.8 mil millones de pies cúbicos diarios), se llegó a un impactante 66.3% en 2023 (82.8 mmmpcd).
Según José Ángel Vela, director de la consultora Monitor Energético, "El fracking les permitió a los estadunidenses ubicarse desde 2018 como el mayor productor global de crudo y su nivel de reservas de petróleo crudo (3P) garantizan al menos unos 100 años de producción y de gas natural que rebasen los 50 años". Esta afirmación resalta el impacto geopolítico de la transformación energética estadounidense.
El impacto económico también es significativo. Vela añade que "La contribución del llamado shale (petróleo y gas atrapado en las formaciones rocosas de lutitas) a la economía estadunidense se estimó en alrededor del 10 por ciento del Producto Interno Bruto de Estados Unidos entre 2010 y 2015, de acuerdo a los últimos datos oficiales". Estos datos subrayan la importancia del shale oil and gas para la economía norteamericana.
Mientras que en Estados Unidos el fracking ha generado un auge energético y económico, la situación en México presenta un panorama diferente. Las preocupaciones ambientales han frenado la exploración y explotación a gran escala de yacimientos de lutitas, dejando un debate abierto sobre los beneficios y riesgos de esta tecnología en el contexto mexicano.