Nueva York.
Narcos provenientes de Xalisco, Nayarit han maquinado un sistema para vender heroína en Estados Unidos que se asemeja a la entrega de pizzas. Los traficantes reparten un número telefónico por la ciudad. El adicto llama, y el operador le da indicaciones para que se dirija a una intersección o estacionamiento.
Las muertes por sobredosis de heroína en Estados Unidos casi se han triplicado en tres años; más de ocho mil 250 personas mueren al año por la droga. A la par, los analgésicos opiáceos recetados matan al doble de personas. La heroína se ha convertido en la opción B cuando un adicto no puede pagar o conseguir las píldoras.
Si estas muertes son un indicador, sin duda estamos inmersos en la peor plaga de drogas en la historia de Estados Unidos, aparte de los cigarrillos y el alcohol. Y con todo, es también la plaga más silenciosa. Sorprendentemente, viene acompañada por poca violencia pública, de allí que no despierte la indignación popular.
Mientras tanto, las víctimas - en su mayoría personas blancas, de posición acomodada y a menudo jóvenes - son enterradas en silencio, porque sus padres son reacios a hablar sobre cómo su hija porrista se enganchó con la droga o su hijo otrora atleta murió de sobredosis en un baño público.
El problema “es peor que nunca, y los jóvenes se están muriendo”, me dijo un médico de Columbus, Ohio, uno de los muchos puntos calientes del consumo de heroína. “El viernes pasado atendí 23 pacientes, todos adictos a la heroína recientemente diagnosticados”.
Se trata de un fenómeno desconocido: bajas tasas de criminalidad, y sin embargo, cada año aumenta el número de sobredosis. Las personas de los grupos más privilegiados en uno de los países más ricos del mundo mueren en cifras casi epidémicas a causa de sustancias destinadas a aliviar el dolor. La delincuencia callejera ya no es el barómetro más fiel de nuestro problema; los muertos sí.
La mayor parte de la heroína que se consume en Estados Unidos no proviene de Asia, sino de América Latina, particularmente de México, donde las amapolas crecen bien en las montañas de la costa del Pacífico. Los traficantes mexicanos se han centrado en una forma rudimentaria y menos procesada de heroína que puede fumarse o inyectarse, se llama alquitrán negro. Debido a que es más barata de producir y transportar que el producto que se traía de Asia hace unas décadas, la heroína ha bajado de precio.
Los traficantes más importantes en esta historia provienen de Xalisco, una localidad de 49 mil habitantes en Nayarit, cerca de la costa del Pacífico. Han maquinado un sistema para vender heroína en Estados Unidos que se asemeja a la entrega de pizzas. Los traficantes reparten un número telefónico por la ciudad. El adicto llama, y el operador le da indicaciones para que se dirija a una intersección o estacionamiento. Luego el operador envía a un conductor, quien pasa el día dando vueltas por la ciudad con la boca llena de pequeños globos llenos de heroína; lleva una botella siempre a su lado, para tragarlos en caso de que lo detenga la policía. (“Es increíble la cantidad de globos que se puede aprender a llevar en tu boca”, me dijo un conductor, quien aseguraba que podía llevar más de 30.)
Los Xalisco Boys, como los apodó un policía, no son los únicos que trafican heroína, pero sí los más eficientes; vendedores implacables que encarnan un nuevo paradigma. Mantienen un perfil bajo, en su tierra natal eran panaderos, carniceros y campesinos, pero como distribuidores de heroína ganan de 300 a 500 dólares por semana.
El sistema de distribución les resulta atractivo porque no hay un capo del cártel, no hay jefe máximo. Es meritocracia pura, tan distinto a México. Son “personas que actúan como individuos que lo hacen por su cuenta: microempresarios”, dijo un operador que entrevisté en la cárcel. Ellos están “buscando lugares donde no hay competencia”, me explicó. “Cualquiera puede ser el jefe de una red”. Así, el sistema se cimienta en el mismo pilar que atrae a los inmigrantes a Estados Unidos: es una manera de traducir ingenio y trabajo duro en beneficio económico real.
No son violentos, de hecho, rehúyen las batallas con pandillas. Tampoco llevan armas. Y tienen como regla no vender a afroamericanos porque, como explicó un traficante, “te golpean y te roban”.
Los Xalisco Boys empezaron en la periferia del mundo de las drogas en las ciudades de la costa oeste. A finales de los 90 se movieron al este en busca de territorio virgen. Evitaron la ciudad de Nueva York, el centro tradicional de la heroína, porque el mercado ya estaba controlado por bandas establecidas. También evitaron ciudades como Filadelfia y Baltimore.
Emigraron a las ciudades medianas y prósperas, predominantemente blancas, pero con importante población mexicana donde podían mezclarse.
Ellos fueron los primeros en abrir estos mercados al potente pero barato alquitrán negro. El mapa de sus puestos de avanzada es un recorrido a través de nuestros nuevos centros de heroína: Nashville, Columbus y Charlotte, así como Salt Lake City, Portland y Denver.
Llegaron al medio oeste justo cuando una epidemia de abuso de analgésicos se extendía en la región. Bajo la creencia de que los fármacos opioides no eran adictivos, se usaron y recetaron indiscriminadamente contra el dolor. Las ventas de Percocet, Vicodin y OxyContin se cuadruplicaron entre 1999 y 2010. La consiguiente adicción ha dado nueva vida a la heroína, cuya popularidad había bajado desde principios de los 80.
La heroína de los Boys es más barata que las pastillas, pero produce un efecto similar. Y su sistema de entrega es ideal para los niños blancos suburbanos que tienen el trío de la prosperidad estadounidense, esencial para el sistema de Xalisco: sus propios celulares (para llamar al distribuidor), automóviles (para reunirse con el distribuidor) y habitaciones privadas (para inyectarse y ocultar la droga).
Los analgésicos recetados le han abierto la puerta a la heroína, gracias a ellos los Xalisco Boys han construido una de las primeras redes de distribución de costa a costa, según el Departamento de Justicia. Su estrategia es el marketing, no las armas. Están a una llamada de distancia. Hasta donde sé, son la única red de traficantes mexicanos que fabrica su propio producto, exporta al por mayor a Estados Unidos y luego lo vende al por menor en la calle, en dosis de un décimo de gramo, controlando así la calidad del producto, el precio y el servicio al cliente.
La policía intenta combatirlos, pero arrestar a los conductores no soluciona nada, desde México reclutan nuevos. Arrestar a los dueños de estas flotas de distribuidores, que son los que supervisan in situ la producción, sería más efectivo, pero eso depende de las autoridades mexicanas, lastradas por la corrupción y al límite de sus posibilidades ante redes de narcotráfico mucho más violentas.