Una noche especial se cernía sobre Chicago, una ciudad que respira baloncesto como si fuera el mismo aire que llena sus pulmones.
La razón de esta electricidad en el ambiente: Derrick Rose. No se trataba de estadísticas, ni de campeonatos, aunque esos forman parte indiscutible de su legado. Se trataba de algo más profundo, algo que trasciende las canchas y se adentra en el corazón de una ciudad.
La ceremonia, que duró casi 20 minutos, fue un torbellino de emociones. Los gritos de "¡MVP! ¡MVP!" se mezclaban con susurros de recuerdos, con la nostalgia de una era dorada. Entre los presentes, excompañeros como Luol Deng y Joakim Noah, quien pronunció un conmovedor discurso: "Más allá del rival, sabíamos que teníamos al mejor jugador en pista". El escenario, adornado con dos imponentes columnas de rosas –un elegante guiño al apellido del homenajeado–, albergaba a familiares y amigos, sentados en bancos rodeando a Rose y a su madre.
Rose, visiblemente emocionado, se levantó para agradecer a la multitud. Sus palabras fueron una profunda reflexión sobre su carrera: su incansable búsqueda de la excelencia, la delgada línea entre "ser bueno y ser grande", un legado que busca transmitir a sus hijos. Una búsqueda implacable que lo impulsó a lo largo de 16 temporadas en la NBA, una trayectoria que fue mucho más que un simple juego.
Su número, el 1, pronto se unirá a otras leyendas en el techo del United Center: el 4 de Jerry Sloan, el 10 de Bob Love, el 23 de Michael Jordan y el 33 de Scottie Pippen. Un número que, a partir de la próxima temporada, pasará a formar parte de la mitología de los Chicago Bulls, un símbolo tangible de un legado que va más allá de los títulos y las estadísticas.
Nacido en Chicago en 1988, Rose deslumbró con los Bulls hasta 2016. Luego, su viaje continuó por los Knicks, Timberwolves, Pistons y Grizzlies, terminando su carrera con estos últimos. Un recorrido repleto de triunfos, retos y una búsqueda incesante de la grandeza, una búsqueda que definió no solo su carrera, sino su esencia misma.