La responsabilidad recayó sobre Nikki Glaser, una comediante conocida por su estilo directo y su participación en eventos como los roasts de celebridades. Su tarea era monumental: entretener a la audiencia global sin alienar a las estrellas presentes en la sala. La presión era evidente, sobre todo considerando el historial reciente de la premiación.
En un giro inesperado, Glaser, quien bromeó autocríticamente sobre su derrota en la categoría de mejor comedia stand-up ante Ali Wong — “Soy Nikki Glaser, perdedora por primera vez en los Globos de Oro"— consiguió algo aún más valioso: excelentes críticas por su conducción. Su enfoque, según muchos críticos, fue el balance perfecto entre humor mordaz y respeto.
Desde el inicio, marcó la pauta con una apertura que sentó las bases para su actuación. “No estoy aquí para burlarme de ustedes esta noche”, afirmó en su monólogo inicial. “Quiero que lo sepan. ¿Cómo podría hacerlo? Todos son tan famosos, tan talentosos, tan poderosos… Pueden hacer cualquier cosa, excepto decirle al país a quién votar”. Esta sutil pero certera observación estableció el tono de la noche.
Durante las tres horas de transmisión, Glaser mantuvo un equilibrio admirable. Sus chistes sobre Hollywood, sus peculiaridades y sus excesos, fueron lo suficientemente ingeniosos como para generar risas sin llegar a ser ofensivos. El resultado: una de las conducciones más aclamadas de los Globos de Oro en años recientes, una señal de posible renacimiento para la gala.
La estrategia de Glaser, un juego delicado entre la sátira afilada y la diplomacia, parece haber funcionado. La noche se caracterizó por la ausencia de controversias importantes, permitiendo que la atención se centrara en las premiaciones mismas y en el espectáculo, logrando que la ceremonia recuperara parte del prestigio perdido.