El regreso inminente de Donald Trump a la presidencia estadounidense ha reavivado temores, especialmente en Texas y el norte de México. Ilse Hernández, beneficiaria del programa DACA, lo resume así: “No estoy sorprendida, pero sí un poco exhausta y desesperanzada de tantos ataques a nuestra comunidad.” Sus palabras reflejan el sentir de muchos ante las promesas de Trump de implementar la mayor operación de deportaciones en la historia del país y de reducir drásticamente la entrada de migrantes.
Texas, con su gobierno afín a Trump y su gran población indocumentada –1.6 millones de personas, según datos oficiales–, se encuentra en el epicentro de esta crisis. El recuerdo de las políticas migratorias de su primer mandato, incluyendo la separación familiar en centros de detención, aún es una herida abierta en la memoria colectiva.
En McAllen, Texas, Norma Pimentel, religiosa y directora de un albergue, afirma con una calma que transmite fuerza y determinación: “Para nosotros no es nada nuevo. Nuestra respuesta es ayudar al prójimo, y las puertas siempre están abiertas.” Su organización ya está preparada para recibir a los migrantes que pudieran ser deportados, coordinándose con consulados y comunidades para asegurar la documentación necesaria y la asistencia legal.
Pero la realidad es compleja. Javier Villalobos, alcalde republicano de McAllen, minimiza el impacto de las deportaciones en su región, argumentando que la mayoría de los indocumentados se concentran en otras grandes ciudades de Estados Unidos. Sin embargo, esta visión contrasta con la realidad en tierra. El 67% de los indocumentados en Texas son mexicanos, muchos de ellos con décadas de residencia en el país, integrados en sus comunidades y con familias americanas.
Hernández recalca la importancia de considerar el impacto en las familias y comunidades: “Las personas afectadas son nuestros vecinos, amigos, profesores, empresarios… gente realmente integrada en la comunidad. Somos todos la misma gente.”
Al otro lado de la frontera, en Reynosa, Tamaulipas, el pastor Héctor Silva, responsable del albergue Senda de Vida 2, expresa su profunda preocupación. Su refugio, con capacidad para 2,000 personas, se encuentra al límite de sus recursos, y teme que el número de deportados supere con creces su capacidad. “Esto va a crecer y la frontera no está preparada; los albergues no están preparados para todo esto,” advierte.
La situación es una compleja maraña de incertidumbre y preparación, con un futuro que se perfila incierto para miles de personas en ambos lados de la frontera.