La mañana del jueves amaneció gris en García, Nuevo León. No por el cielo, sino por la crudeza del hallazgo en un terreno baldío, a unos pasos de la vía a Saltillo. El cuerpo de un hombre, aún sin identificar, yacía tendido en el suelo, un lienzo de piel joven marcado por la violencia. Tres heridas de bala, dos en el costado y una en el hombro, hablaban por sí mismas: la muerte había llegado sin avisar, dejando un rastro de sangre sobre la tierra.
Las autoridades, al llegar al lugar, encontraron un panorama desolador. El joven, de entre 25 y 30 años, tenía una historia marcada en su rostro y cuello: un collage de tatuajes que ahora, desafortunadamente, son un sello de identidad anónimo. Vestía ropa casual, una camiseta gris clara y pantalones deportivos, pero su único accesorio era la muerte, que lo envolvía en un silencio sepulcral. La gorra en su mano izquierda, como un testigo mudo, permaneció intacta, un símbolo de la vida que se había ido.
A unos 100 metros de distancia, en la colonia Valle de Lincoln, la segunda etapa del sector Fraile, la vida seguía su curso. Los autos transitaban por las calles San Fidel y Franciscanos, ignorantes de la tragedia que se desarrollaba a unos pasos. La tranquilidad de la mañana se vio interrumpida por la noticia de otro caso de violencia, sumando otro capítulo oscuro a la historia de García.
El cuerpo del joven, ahora solo un conjunto de marcas y cicatrices, era un recordatorio de que la vida es frágil y puede extinguirse en un instante, dejando solo el vacío de una ausencia.