El 31 de octubre de ese año, una oscura historia de ambición, traición y un padre que buscaba una salida desesperada a sus problemas financieros, marcaría para siempre la celebración de este día en Estados Unidos.
Ronald Clark O’Bryan, un diácono de iglesia en Deer Park, Texas, se convirtió en el villano principal de esta historia. Su objetivo era eliminar a sus dos hijos pequeños, Timothy y Elizabeth, para cobrar un seguro de vida por 31,000 dólares que había contratado para ellos.
La noche del 31 de octubre, O’Bryan llevó a sus hijos a pedir dulces, a pesar de la persistente lluvia en la región de Houston. Al regresar a casa, Timothy, de ocho años, escogió un Pixy Stix de la bolsa de dulces. Su sabor amargo le provocó un intenso dolor estomacal.
O’Bryan intentó calmar a su hijo con un vaso de Kool-Aid, pero la situación empeoró rápidamente. Timothy comenzó a vomitar y convulsionar, falleciendo menos de una hora después. La investigación de las autoridades reveló que los dulces de Timothy estaban contaminados con cianuro potásico.
El padre, en un intento por desviar las sospechas, aprovechó una leyenda urbana popular en Halloween sobre dulces contaminados. Sin embargo, la verdad salió a la luz. La evidencia apuntaba a que O’Bryan había envenenado las golosinas de sus hijos.
El juicio de O’Bryan fue rápido. El jurado no tardó una hora en condenarlo a la pena de muerte en 1975. Su ejecución, en marzo de 1984, marcó el final de una historia que dejó una profunda huella en la cultura estadounidense.
La acción de O’Bryan cambió para siempre la percepción del "dulce o truco" en Estados Unidos. La inocencia de la celebración se vio manchada por el temor a la posibilidad de dulces contaminados. La historia de Ronald Clark O’Bryan, el hombre que envenenó a su propio hijo, se convirtió en una advertencia sobre los peligros de la ambición y el miedo que puede generar la desesperación.