Un aire de nostalgia, de gratitud y de un dolor que se extendía más allá de la ciudad, inundó el recinto.
El aroma a incienso se mezclaba con la emoción contenida en el ambiente. Los fanáticos, muchos con la camisa número 34, símbolo de una leyenda, se agolpaban para despedir a quien fuera mucho más que un jugador: Fernando Valenzuela.
El arzobispo José Gómez, con la solemnidad propia de la ocasión, roció agua bendita sobre el ataúd de Valenzuela, mientras un retrato suyo, con esa sonrisa que cautivó a millones, descansaba sobre el altar. El reverendo James Anguiano, en su sermón, habló de su prematura partida, de un corazón que latía con la fuerza de un león, de una fe inquebrantable.
"Fernando tenía un asiento en primera fila, perfecto desde el cielo", dijo Anguiano.
Mike Scioscia, quien fuera su compañero en tantas batallas, rememoró su legado. "Fernando nunca se creyó más de lo que era. Siempre estuvo bien centrado", dijo Scioscia, con la voz entrecortada por la emoción. "Siempre sintió que era el mejor del mundo, pero nunca se lo dijo a nadie."
En el altar, Fernando Valenzuela hijo, con la voz llena de amor y dolor, pronunció un emotivo elogio a su padre en español, mientras la familia se aferraba a la memoria de un hombre que, para muchos, siempre será un ídolo.
El mariachi Sol de México, con su música llena de sentimiento, se encargó de amenizar la despedida. El ataúd, cubierto de rosas blancas, fue llevado a la carroza fúnebre, dejando un vacío en el corazón de todos los presentes.
La despedida de Fernando Valenzuela no fue solo un acto de duelo, sino un homenaje a un hombre que, con su talento y humildad, logró conectar con un pueblo, con una ciudad, con un deporte. Su legado, como el de los Dodgers, sigue vigente, como un faro de esperanza en el corazón de Los Ángeles.