La figura central de esta historia es Donald Trump, quien regresó a la Casa Blanca con una plataforma política fuertemente antiinmigrante. Su victoria electoral se cimentó, en gran medida, en un discurso que prometía la mayor expulsión de extranjeros en la historia del país. Hablamos de cifras que oscilan entre los 11 millones de indocumentados oficialmente registrados y los 25 millones mencionados por Trump, una ambigüedad que añade una capa extra de inquietud.
Pero la incertidumbre numérica no disminuye la gravedad del asunto. “Trump va en serio,” aseguran analistas políticos, apuntando a su historial. Durante su primer mandato, la política de separación familiar, aunque generó una condena internacional, se convirtió en un símbolo de su dura postura migratoria. Si bien el número de deportaciones fue menor que bajo las administraciones de Obama y Biden, la naturaleza indiscriminada de su política causó un impacto profundo.
Este segundo mandato se enfoca menos en la construcción del muro fronterizo –su promesa emblemática del pasado– y más en la expulsión de los indocumentados ya presentes en el país. Esta estrategia ha obtenido un respaldo sorprendente: más de la mitad de la población estadounidense apoya las deportaciones masivas, según sondeos recientes.
Los nombramientos clave en materia migratoria refuerzan esta perspectiva de mano dura. Thomas Homan, designado como "zar de la frontera", lideró el ICE durante la administración anterior y fue quien impulsó la controversial política de separación familiar. Su enfoque, según se ha anunciado, será la deportación de todos los extranjeros ilegales, incluyendo, según declaraciones recientes, la deportación de familias completas, una estrategia para evitar la separación de niños de sus padres.
El regreso de Stephen Miller al gabinete es otra señal inequívoca. Como jefe adjunto, sin necesidad de confirmación senatorial, Miller, conocido por su retórica agresiva contra los inmigrantes, ha prometido utilizar "el vasto arsenal de poderes federales" para llevar a cabo la deportación masiva. Esto incluye posibles medidas como declarar una emergencia sanitaria argumentando que los migrantes representan una amenaza para la salud pública.
El plan, aún nebuloso en sus detalles, se perfila así: localización de indocumentados mediante redadas en lugares como colegios e iglesias (acciones actualmente ilegales); detención en "vastas instalaciones" —Texas ya ha ofrecido su colaboración—; y finalmente, deportación a sus países de origen o a terceros países considerados seguros. El gobierno estadounidense podrá presionar a los países que se nieguen a recibir a los deportados mediante la imposición de aranceles o la revocación de visas.
La resistencia a este plan es innegable. Ciudades santuario y estados gobernados por demócratas prometen oposición legal. Sin embargo, el poder absoluto de Trump en las tres ramas del gobierno, al menos en los primeros dos años, y el apoyo del partido republicano en el congreso, pintan un panorama complejo. La colaboración inesperada de Nueva York, que planea desactivar su ley de amparo a migrantes, representa un giro significativo en la dinámica de resistencia.
El costo financiero de esta operación masiva es otro punto de preocupación. Las estimaciones varían enormemente, pero todas superan los cientos de miles de millones de dólares. El impacto económico de la retirada de millones de trabajadores de sectores cruciales también es incierto, con proyecciones que hablan de una posible recesión.
A pesar de la incertidumbre y las advertencias, el miedo es palpable. Abogados migratorios reportan un aumento significativo de solicitudes y consultas de personas indocumentadas, atemorizadas por la posibilidad de ser deportadas. El miedo, que en su momento impulsó a Trump al poder, ahora afecta directamente a quienes teme expulsar.