Ryan Dorsey revela el trauma de su hijo tras la muerte de Naya Rivera
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El recuerdo de ese día, aquel fatídico paseo en el Lago Piru, permanece intacto, un recuerdo grabado a fuego en la memoria de un niño y en el corazón de un padre.
Ryan Dorsey, en una entrevista íntima, reveló por primera vez detalles desgarradores sobre el impacto que la muerte de Naya ha tenido en su hijo. No fue una simple tragedia; fue un suceso que dejó una marca indeleble en la psique de un pequeño que aún procesa la pérdida de su madre.
“Algo que (mi hijo) dice una y otra vez desde aquel momento es que encontró una cuerda, pero cuando quiso tirársela, vio que había una araña grande en ella y sintió demasiado miedo y se paralizó,” confesó Dorsey a la revista People. La inocencia de un niño, su fragilidad ante la situación, se refleja en esta simple frase. Una imagen que conmueve y revela la profundidad del trauma.
El relato continúa con la narración de los últimos momentos de Naya. El niño, entonces de cuatro años, recuerda vívidamente el fuerte viento, el temor a adentrarse en el agua y la insistencia de su madre: “¡No seas tonto!”. Una frase que, cargada de ironía por el giro cruel del destino, se ha convertido en un eco doloroso.
La secuencia de eventos que siguieron, la deriva del bote, la petición desesperada de Naya a su hijo para que regresara a la embarcación, el recuerdo de los tanques de flotación, la última palabra de su madre – su nombre – antes de desaparecer bajo el agua, se describen con una crudeza que solo la honestidad absoluta puede transmitir.
Dorsey recuerda su propia reacción, la desesperación al enterarse de la desaparición de Naya mientras hacía compras en un supermercado: “Me desplomé sobre una plataforma de bebidas. Temí lo peor”. La imagen lo dice todo: la inmensa angustia que lo embargó, la carrera frenética hasta el Lago Piru a una velocidad desmedida, la necesidad imperiosa de abrazar a su hijo, encontrado solo, dormido en el bote.
Cinco días de angustia culminaron con el hallazgo del cuerpo de Naya. Un final trágico que dejó una profunda herida, una ausencia permanente en la vida de su hijo. La reconstrucción, el traslado a Virginia Occidental, la creación de un álbum de recuerdos que se mantiene junto a la cama del niño, son intentos de sanar una herida que quizás nunca cicatrice por completo.
Las fechas especiales, Navidad, Acción de Gracias, se convierten en recordatorios dolorosos de la pérdida. El abrazo consolador de un padre, las palabras de aliento: “Lo sé, la vida no es justa, pero debes hacer lo mejor que puedas para ser una buena persona”, reflejan la lucha diaria por la resiliencia y la aceptación de una realidad ineludible.
La imposibilidad de encontrar una razón lógica, una explicación que justifique la ausencia de Naya, la crudeza de la pregunta que lo atormenta: “No creo en eso de que todo sucede por una razón, porque nunca se me ocurre una razón por la que mi hijo no deba crecer junto a su madre,” cierran un relato que resuena con la fragilidad de la vida y la fortaleza del amor.