Un cambio que ha tomado por sorpresa a algunos analistas y estrategas mundiales. Este acelerado crecimiento, según expertos como Jim McGregor, consultor con 30 años de experiencia en China, se debe en parte a la respuesta a las políticas comerciales de la administración Trump. “China tuvo su momento Sputnik: su nombre era Donald Trump”, afirma McGregor, refiriéndose al impulso tecnológico desencadenado por las tensiones comerciales. La estrategia arancelaria, lejos de debilitar a China, pareció actuar como catalizador para su desarrollo en áreas clave como la automoción eléctrica y la robótica.
La actual economía china se asemeja a un gigante con un torso poderoso y unas piernas delgadas. Un sistema exportador robusto, con una producción impresionante de bienes, contrasta con un mercado interno de consumo aún relativamente pequeño. Esta desproporción representa tanto una fortaleza como una vulnerabilidad.
El ejemplo del sector automotriz es revelador. Empresas como Xiaomi y Huawei, inicialmente conocidas por sus smartphones, han irrumpido con fuerza en el mercado de los vehículos eléctricos, aprovechando su conocimiento en baterías y tecnología. BYD, por su parte, se ha consolidado como un gigante en la fabricación de vehículos eléctricos, con modelos como el Seagull, a un precio inferior a los 10,000 dólares.
Esta expansión se refleja en la construcción masiva de buques portacontenedores para exportar automóviles. Se pasó de cuatro barcos anuales a una flota de 170, una muestra clara de la ambición china en el mercado global.
La adopción de vehículos eléctricos en China es masiva, gracias a una extensa red de carga eléctrica. Esto contrasta con la situación de Estados Unidos, donde la transición a vehículos eléctricos es más lenta, a pesar de las promesas de apoyo gubernamental.
La irrupción de las "fábricas oscuras", totalmente automatizadas y robotizadas, representa un salto cualitativo en la producción. Estas plantas, operadas con mínima o nula intervención humana, maximizan la eficiencia y reducen costos.
La disminución drástica de la natalidad en China, pasando de 18 millones a 9 millones de nacimientos en siete años, impulsa aún más la robotización. Se busca compensar la reducción de la fuerza laboral con mayor automatización, una estrategia con implicaciones globales.
Empresas como Kingwills, que compite con gigantes como DuPont, ejemplifican la capacidad de innovación china. Su enfoque en actualizaciones rápidas de productos y la construcción ágil de líneas de producción, inspirado en figuras como Elon Musk y Steve Jobs, representa un desafío para las empresas occidentales.
Sin embargo, la fortaleza económica de China se ve amenazada por factores como la falta de confianza en el gobierno tras el manejo de la pandemia, el alto desempleo juvenil y la crisis inmobiliaria. La fuga de talento hacia países como Japón y Singapur también es una señal de alerta.
La visita del Secretario de Estado Antony Blinken a China, donde adquirió un disco de Taylor Swift, ilustra la necesidad de un diálogo que reconozca la capacidad innovadora de China, pero también la importancia de equilibrar el crecimiento económico con la estabilidad social y el consumo interno.
El futuro de las relaciones entre Estados Unidos y China dependerá de la capacidad de ambos países para adaptarse a un nuevo orden global, donde la innovación y la tecnología desempeñan un papel crucial.