En el norte de Salta, Argentina, dos niños de apenas 4 años fallecieron a principios de mes. Su partida, silenciada por la vorágine festiva, revela una cruda verdad: la pobreza extrema sigue siendo una amenaza latente para miles de infantes en Latinoamérica.
La muerte de estos pequeños no es un caso aislado. Se trata de un reflejo de una problemática estructural que nos interpela a todos.
Según datos del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, el 65.3% de los niños argentinos vive en la pobreza, y un alarmante 16.2% en la indigencia. Estas cifras, las más altas en más de una década, representan una crisis humanitaria que exige atención inmediata. En zonas rurales del norte argentino, la situación se agrava. El acceso a recursos básicos como agua potable, servicios sanitarios y alimentación adecuada es un lujo inalcanzable para muchos.
“Detrás de cada caso de desnutrición, existe una cadena de causas: falta de acceso a alimentos, agua potable, atención médica y educación”, explica Pata Pila, una organización que trabaja en la región. Sus reportes muestran un panorama desolador: madres que recorren kilómetros en busca de agua, familias compartiendo sus escasos recursos y niños que enfrentan la adversidad con una resiliencia admirable, pero absolutamente innecesaria.
Pata Pila, con sus programas de nutrición que benefician a más de 1.500 niños en seis centros (cinco en Salta y uno en Mendoza), ofrece un rayo de esperanza. Sus esfuerzos incluyen programas integrales de nutrición, salud y desarrollo comunitario. Sin embargo, su labor, por más encomiable que sea, no alcanza para paliar la magnitud del problema.
La Navidad, sinónimo de abundancia y alegría para muchos, se convierte en un crudo recordatorio de la desigualdad que persiste en nuestra sociedad. La celebración contrasta con la realidad de miles de niños que pasan la época navideña con hambre, sin acceso a la atención médica ni a las oportunidades básicas para un desarrollo pleno. La imagen de una mesa navideña repleta de alimentos se contrapone a la dura realidad de la falta de comida básica.
El silencio ante esta realidad perpetúa un ciclo de desigualdad que cobra vidas inocentes. La muerte de estos niños nos recuerda que la lucha contra el hambre no conoce festividades. Es una lucha constante que exige un compromiso social profundo y la implementación de políticas públicas más efectivas y dirigidas a los más vulnerables.