Springer de tres carreras lleva a los Azulejos a la Serie Mundial por primera vez desde 1993

Tres carreras. Una sola pelota. Y de pronto, todo lo que se había construido con precisión quirúrgica durante siete entradas se desmoronó como un castillo de naipes en viento fuerte.
George Springer no solo conectó un jonrón. Lo que hizo ese martes por la noche fue reescribir el código de lo posible en postemporada. “No pensamos en el pasado. Pensamos en el siguiente bateo”, dijo uno de sus compañeros después, con la camiseta aún pegada al pecho por el sudor y la adrenalina. Era una frase sencilla, pero en ese contexto, sonaba como un mantra de generación.
Los Marineros habían dominado cada detalle: lanzadores que cambiaban de velocidad como si tuvieran un control remoto, defensas que se deslizaban como bailarines de tango, y estrategias que parecían salidas de un algoritmo. Pero el béisbol —ese deporte que se rige por lo impredecible— tiene una ley no escrita: la presión no se mide en estadísticas, sino en el peso de los ojos que miran desde la grada.
En la séptima entrada, con el marcador en su contra por dos carreras, Toronto no tenía margen. Ni tiempo. Ni excusas. Solo un bate en las manos de un jugador que, hasta ese momento, había sido silencioso en la serie. Y entonces, el aire se partió. La pelota voló hacia el jardín central, más allá del muro, más allá de los récords, más allá de lo que cualquier analista había predicho. El primer jonrón de ventaja en postemporada tras estar dos carreras abajo en la séptima entrada desde 1992. Nadie lo había hecho. Nadie lo había necesitado… hasta ahora.
La ciudad, que durante décadas se acostumbró a esperar —a esperar que el béisbol volviera a creer en Canadá—, se levantó de un solo movimiento. No fue un grito. Fue una ola. Una ola de camisetas azules, de niños que no habían nacido cuando los Azulejos ganaron su último título, de padres que todavía guardan las entradas de 1993 como reliquias.
El viernes, el escenario cambia. Dodger Stadium se convertirá en el altar de una nueva batalla. Frente a ellos, los campeones defensores: un equipo que domina la Liga Nacional con la frialdad de un reloj suizo y la potencia de un fenómeno llamado Shohei Ohtani. Dos culturas. Dos formas de entender el juego. Dos historias que convergen en el momento más alto del deporte.
Los Azulejos no llegan como favoritos. Ni como revancha. Llegan como quienes descubrieron, en medio del caos, que el instinto puede ser más fuerte que el plan. Que un bate puede tener memoria. Que una ciudad puede recordar, de golpe, lo que significa creer.
La última vez que Canadá celebró una Serie Mundial, los teléfonos tenían disco. Las redes sociales no existían. Y los jóvenes que hoy llenan las gradas con banderas y gritos apenas eran una idea en la cabeza de sus padres. Ahora, esos mismos jóvenes están a un solo juego de convertir un momento en historia. Sin disculpas. Sin excusas. Solo con el sonido del bate y el eco de una espera que, por fin, parece estar a punto de terminar.