Cuatro años y tres meses después de un ACV sufrido en Caracas, Venezuela, su lucha había llegado a su fin en la clínica ALCLA de Buenos Aires.
La noticia causó un impacto inmediato, desatando una ola de tristeza y conmoción. El paredón frente a la clínica, antes un lugar de esperanza y devoción, se transformó en un santuario de luto, adornado con un mural de Cerati y mensajes de fans de toda Latinoamérica.
La habitación donde Cerati pasó sus últimos años fue un espacio de constante vigilia, de esperanza y de una lucha silenciosa por su recuperación. Fue un santuario donde, a pesar de su estado de coma, sus seres queridos encontraron pequeños gestos de vida: un movimiento de la pierna al tocarle el pie, un desliz de la lengua entre los labios, una mirada que parecía buscar conexión.
Los que lo visitaban hablaban de un Cerati que seguía ahí, un Cerati que no se había ido del todo. Lo alimentaban con una gastrostomía, lo movían para mantener sus músculos en buen estado, lo sometían a sesiones de terapia ocupacional y musicoterapia, esperando un milagro que nunca llegó.
El dolor por la pérdida de Cerati fue tan profundo que, para muchos, hablar de su estado físico se convirtió en un tabú. Los que lo visitaban se aferraban a la esperanza de que despertara, incluso cuando la realidad era cada vez más evidente.
Fue una batalla sin cuartel, una lucha de la que solo se sabía que se libraba con tenacidad y amor. La muerte de Cerati, aunque inevitable, dejó un vacío en la música y en el corazón de millones de fans que lo adoraban.
Su legado, sin embargo, trascendió su partida. La música de Soda Stereo sigue resonando con la misma fuerza, recordándonos el talento inmenso de un artista que marcó una época y que sigue inspirando a generaciones. La imagen de Cerati, aquel chico que conquistó el mundo con su música, permanece viva en la memoria colectiva, como un símbolo de una era dorada del rock latinoamericano.